¿Qué estamos produciendo, hambre o alimentos?

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Por Elisabeth Casanova y Jorque Quiroz Valiente

 

El hambre es un problema mundial, que afecta directamente a casi 800 millones de personas que representan aproximadamente el 10% de la población (FAO). Pero también afecta indirectamente a alrededor de 1,200 millones de personas en todo el mundo, que no saben si lo que comen es seguro o si su dieta es nutricionalmente correcta o confiable. El problema del hambre en el mundo en toda su dimensión y extensión, es que no sólo se relaciona con la desnutrición, por un deficiente aporte calórico continuo, sino con la desnutrición y falta de seguridad alimentaria, entre otros problemas que generan carencias y enfermedades. Se debe tener en cuenta que ciertas dietas que se consumen habitualmente en algunos países en vías de desarrollo son desequilibradas por carecer de determinados nutrientes, es decir, proteínas, lípidos, vitaminas y minerales, que condicionan, limitan o incluso impiden el pleno desarrollo humano, provocando enfermedades, retrasos, carencias, discapacidad o incluso la muerte, y que afecta especialmente a los niños, hecho que se refleja en sus tasas de mortalidad infantil.

El contexto actual, es un mundo global, donde los problemas tienen una dimensión planetaria y todo está relacionado, es interdependiente, y ya no solo en un sentido técnico o comunicativo, sino también en otras áreas: ambiental, demográfica, socioeconómica, etc. Los problemas de hoy son de escala global, con causas y efectos en áreas y campos muy diferentes. Por lo tanto, es necesario enmarcar este problema del hambre y la pobreza en el mundo dentro de la dimensión global de los problemas que enfrenta la humanidad.

En este sentido, es necesario valorar especialmente las contribuciones que la ingeniería genética moderna puede hacer para solucionar el problema del hambre en el mundo, debido a que representa un método muy seguro para enriquecer cultivos alimentarios importantes particularmente para obtener contenidos nutricionales esenciales.

El hambre está fuertemente entrelazada con la pobreza y se integra con factores sociales, políticos, demográficos y sociales. En el año 2000, Asia del Sur y África Subsahariana eran las regiones con los problemas de inseguridad alimentaria más graves. 20 años después, el África subsahariana sigue padeciendo inseguridad alimentaria y es la región con mayor prevalencia de desnutrición a nivel mundial. En 2020, alrededor de una de cada cinco personas (21 % de la población) padecía hambre en África, más del doble de la proporción en otras regiones, lo que representa un aumento del 3 % en un año. Le siguen América Latina y el Caribe (9.1%) y Asia (9.0%) (FAO et al. 2021).

La comida no es sólo cuestión de comer. Mucho antes de que llegue a los estantes de las tiendas de comestibles, el proceso de producción desencadena una multiplicidad de factores que afectan la duración y la calidad de vida en la tierra. Los bosques se talan para crear un espacio agrícola, la atmósfera se vuelve más cálida, la diversidad se reduce sistemáticamente, se eliminan las barreras que protegen a los humanos de los virus transmitidos por animales, el suelo y el agua se contaminan, y las plantas y los animales reciben sustancias que vuelven tóxicos a nuestros alimentos.

Si bien el progreso en la reducción del hambre se ha estancado en los últimos cinco años, la evidencia sugiere que el problema que enfrentamos hoy no es la falta de alimentos. Más bien, es un problema de eficiencia.

Entre el 25 y 30% de los alimentos producidos se pierde y se desperdicia, entre la granja y la mesa, mientras que los alimentos se almacenan, transportan, procesan, empaquetan, venden y preparan, y los alimentos se compran más rápido de lo que se pueden consumir. No tiene sentido resolver un problema mientras se crea otro: producir más alimentos solo para desperdiciarlos.

Los esfuerzos se han centrado en la cantidad como solución al hambre. El supuesto de que más comida significaría menos hambre y más riqueza significaría mejor salud, porque mayores ingresos permiten a las personas comprar más alimentos, no ha resultado así. Si bien la pobreza ha disminuido considerablemente, del 36% en 1990 al 10% en 2015, los esfuerzos para reducir el hambre han tenido comparativamente menos éxito. De hecho, después de décadas de disminución modesta pero constante, el hambre comenzó a aumentar nuevamente en 2015. Y, como factor adicional, la desnutrición surgió como una preocupación creciente. Muchos países enfrentan ahora una “doble carga” que incluye tanto la desnutrición como el sobrepeso o la obesidad.

Muchas de las prácticas que se adoptaron para producir más alimentos han resultado en problemas ambientales y de salud. La agricultura intensiva ha puesto en marcha un círculo vicioso que afecta la seguridad alimentaria tanto inmediata como a largo plazo. La expansión de la producción agrícola exige la tala de árboles y afecta la vida silvestre; la deforestación contribuye al cambio climático; y el cambio climático aumenta la ocurrencia de inundaciones, sequías y tormentas que resultan en inseguridad alimentaria.

Los pesticidas y fertilizantes utilizados para impulsar la producción de alimentos son otra preocupación. No solo contaminan la tierra y el agua, provocando la pérdida de biodiversidad. Cada año, 25 millones de personas sufren intoxicación aguda por plaguicidas. Las políticas deben basarse en la colaboración de múltiples partes interesadas y abordar el sistema alimentario de manera integral, valorando el capital natural, promoviendo el uso sostenible de la tierra, evitando la contaminación y la degradación ambiental, y brindando a los productores la oportunidad financiera de innovar modelos más sostenibles.

El cambio de comportamiento entre los consumidores también es fundamental, hacia dietas saludables y sostenibles y prácticas de prevención del desperdicio de alimentos, a través de la educación, la sensibilización, vínculos urbanos-rurales fortalecidos y entornos alimentarios de apoyo.