Las sardinas son ricas en ácidos grasos omega-3, esenciales para el organismo. Los omega-3 son beneficiosos para el corazón, ya que poseen efectos antiinflamatorios y anticoagulantes, ayudan a reducir los niveles de colesterol y triglicéridos y también contribuyen a bajar la presión sanguínea. Una ración de sardinas, según la Fundación Española de Nutrición, “casi cubre el 100% de los objetivos nutricionales recomendados para la ingesta diaria de la población”. Y además, su aporte proteico es de alto valor biológico, por lo que son un plato más que recomendable si queremos llevar una dieta equilibrada y sabrosa.
Son también ricas en fósforo, selenio, yodo, hierro y magnesio
Las bondades de la sardina no terminan aquí: también es rica en minerales, sobre todo fósforo, así como selenio, yodo, hierro y magnesio. Contiene algunas vitaminas del grupo B como la B12, la B6 y la niacina, así como cantidades significativas de vitaminas liposolubles E y D (que ayuda a absorber el calcio). Podemos encontrar sardinas frescas todo el año, pero entre julio y noviembre su pesca es más abundante. Es un pescado que suele medir entre 15 y 20 centímetros, aunque existen ejemplares que pueden llegar a los 25 centímetros. Jugosas y sabrosas si se preparan bien, las sardinas admiten múltiples elaboraciones culinarias: en escabeche, a la plancha, a la parrilla, al horno (para evitar las humaredas y los olores), fritas, rebozadas, en papillote, rellenas o en conserva. En este último caso contienen una mayor cantidad de calcio porque entonces ingerimos la espina, que se deshace en la boca.